El trabajador autónomo ante el riesgo

El riesgo está presente en cualquier momento de la vida de las personas y, por tanto, es consustancial a cualquier actividad mercantil. De hecho, el riesgo fundamenta el concepto de beneficio empresarial porque para que la empresa (y por ende, el empresario autónomo) pueda conseguir sus objetivos (creación de valor, obtención de beneficios, continuidad de la actividad) debe obligatoriamente asumir ciertos riesgos. Y más al comienzo de su aventura empresarial.
El trabajador autónomo ante el riesgo

La Fundación Mapfre presenta el próximo 30 de mayo su Guía para la protección del trabajador autónomo, que pretende optimizar la protección de estos profesionales e identificar los riesgos que les afectan para su mejor gestión. La guía diferencia y clasifica los grandes grupos de riesgos a los que debe hacer frente el autónomo y los clasifica en función de criterios diversos:

A. En función de los resultados:

  • Riesgos de negocio. Son los relacionados directamente con las decisiones empresariales, y pueden dar lugar a pérdidas o a beneficios. Cuando, por ejemplo, un autónomo inicia una nueva actividad, o decide lanzar un nuevo producto o servicio, o construye o alquila unas nuevas instalaciones, siempre busca obtener una ganancia, pero ello implica tomar decisiones cuyas consecuencias son inciertas. En ese caso, el profesional asume los riesgos derivados de la posibilidad de equivocarse y obtener unos resultados que no se corresponderán con los objetivos previstos; y la materialización de los riesgos de negocio puede influir (y mucho) en la cuenta de resultados de la empresa.
  • Riesgos accidentales o puros. Son aquellos en los que su materialización solo puede dar lugar a pérdidas, daños o problemas de diversa naturaleza. Un incendio, una inundación, un accidente de trabajo o un robo son algunos ejemplos de ello.

B. En función de qué o quién recibe el daño:

  • Riesgos sobre las personas. En el caso del autónomo, el principal riesgo se deriva de las consecuencias de los accidentes en el trabajo, incluidos los accidentes in itinere -es decir, camino del lugar donde desarrolla su actividad-, y las enfermedades profesionales. También pueden incluirse aquí los riesgos derivados de las condiciones ergonómicas de trabajo: la carga física y mental, los riesgos organizacionales (tiempos y turnos de trabajo, distribución de tareas, etc.) y, en menor medida, otros de carácter psicosocial.
  • Riesgos sobre el patrimonio. Afectan a los activos materiales e inmateriales que posee la empresa: los inmuebles e instalaciones fijas, el mobiliario, la maquinaria y los equipos electrónicos, las materias primas y las existencias, y los vehículos.
  • Riesgos sobre la responsabilidad. El autónomo debe proteger su patrimonio frente a las obligaciones derivadas de reclamaciones por daños ocasionados a terceros perjudicados, con ocasión o a consecuencia de la actividad económica que desarrolla.
  • Riesgos sobre los ingresos. Son los que afectan a los resultados de gestión derivados de la posible paralización de la actividad empresarial, originados por múltiples causas: un accidente, un siniestro grave en sus instalaciones o en los elementos de trabajo principales, falta de suministros clave… y de los posibles impagos de las ventas que realizan a crédito.

Por sus especiales características, el trabajador autónomo, emprendedor o empresario individual afronta todos estos riesgos derivados de su actividad profesional con menores medios e información que el resto. Su habitual pequeña dimensión financiera y organizativa reduce su margen de maniobra y de recuperación ante imprevistos, accidentes, pérdidas y cualquier otro tipo de daño, situaciones que hacen peligrar su supervivencia en el mercado de trabajo. Además, suele estar mucho más presionado por las condiciones del entorno económico y laboral, y su capacidad de control de los factores externos es muy reducida.

El análisis realizado por la Fundación Mapfre subraya un factor añadido que obliga a los trabajadores por cuenta propia estar bien preparados para afrontar cualquier contingencia: su responsabilidad es ilimitada, es decir, responde con la práctica totalidad de sus bienes presentes y futuros, sin que exista una separación entre su patrimonio personal y el de la empresa, como en el caso de las sociedades anónimas y limitadas.

La preparación, detalla en la Guía para la protección del trabajador autónomo, pasa siempre por cuatro etapas, que componen el llamado “proceso de la gerencia de riesgos”:

  1. Identificación del riesgo: es obvio, pues solo se puede actuar sobre riesgos conocidos. Cualquier riesgo no identificado como tal es un riesgo incontrolado.
  2. Evaluación del riesgo: una vez identificados los riesgos, es preciso establecer un orden de prioridad de las actuaciones basado en la importancia de cada riesgo. Para ello, lo más habitual es valorar (de forma cualitativa o cuantitativa) la probabilidad de aparición de ese riesgo (su frecuencia) y la importancia de las consecuencias o daños que pudiera ocasionar (su intensidad). De ese modo, el profesional podrá generar un “mapa de riesgos” basado en la combinación de estos dos factores:

- Importancia del riesgo = Frecuencia de aparición x Intensidad de las consecuencias

- Aquellos riesgos más frecuentes y con mayores daños potenciales deberán ser gestionados de forma prioritaria, y así sucesivamente.

  1. Eliminación o reducción: Las primeras medidas correctoras deben tender a la eliminación del riesgo (por ejemplo, no fumar al trabajar con líquidos inflamables, o mejor aún, sustituir si es posible los líquidos inflamables de la operación), pero esto no siempre es factible. Por tanto, es más frecuente tratar de reducir la frecuencia de aparición de ese riesgo (por ejemplo, mediante el empleo de un método de trabajo más seguro) o la importancia de sus consecuencias (por ejemplo, utilizar protección personal -como guantes o casco- para reducir el efecto de un golpe o impacto).
  2. Retención o transferencia del riesgo: en último término, y si el riesgo residual tras ejecutar medidas correctoras es muy bajo, en ocasiones no merece la pena acometer ninguna acción, por lo que el propio empresario autónomo asume (“retiene”) y gestiona sus costes e inconvenientes. Un ejemplo sería asumir las consecuencias del robo de herramientas o útiles de escaso valor.

Para ello, la única opción posible es que el autónomo disponga de un poder adquisitivo o capacidad económica suficiente para hacer frente a los daños y pérdidas derivados de un accidente imprevisto (el equivalente a tener una reserva igual al patrimonio en riesgo). Como esto no siempre es asumible (una retención excesiva podría poner en peligro la continuidad del negocio), lo más habitual es transferir el riesgo a un tercero, normalmente a una compañía aseguradora.

Esta es la situación habitual, es decir, que no se disponga de capacidad económica suficiente. El seguro se convierte así en un mecanismo estabilizador que transforma los costes variables e inciertos (en el tiempo y en su cuantía) derivados de los riesgos, en gastos fijos, presupuestables y fácilmente asumibles, como es el pago de la prima del seguro.

Entender el seguro, al menos en su función básica de protección y en el significado de sus términos, es hoy en día una necesidad de cualquier empresario, pequeño o grande. Fundación MAPFRE quiere contribuir con su “Guía para la protección del Trabajador Autónomo” a la mejora de la protección de estos profesionales, en particular en la identificación de los riesgos que les afectan y en el tratamiento y gestión de los mismos.

Esta guía se presentará este martes 30 de mayo de 2017, a las 12 horas, en el Auditorio de Fundación MAPFRE (Paseo de Recoletos, 23. Madrid).