Opinión

Lo que sí nos provoca miedo

"Los miserables que distinguen ante el dolor entre españoles y catalanes, esos deben darnos miedo".

Lo que sí nos provoca miedo

Setenta y dos horas más tarde de que la barbarie terrorista cayera sobre Barcelona, con sus réplicas de Cambrils, Alcanar, Ripoll..., a los catalanes nos convendría ponernos frente al espejo. Individual y colectivamente, porque lo que nos sucede es tanto una suma de vivencias personales como de relato común.

La solidaridad con las víctimas directas del atentado -y con las indirectas, que somos todos- ha sido múltiple. Más allá de las respuestas institucionales e internacionales, que en cualquier Estado se dan por cumplidas, las muestras de cariño han sobrepasado nuestra capacidad de agradecimiento como ciudad o como comunidad. El nadador español que se hizo en solitario su minuto de silencio mientras el resto de competidores saltaban a la piscina; ciudadanos que en otros puntos de Europa han participado en actos de apoyo; las ciudades españolas, clubes de fútbol u otros que han puesto los colores de la bandera catalana o de la ciudad en sus edificios, monumentos, fuentes, etcétera han sido ejemplos del colectivo sentimiento de apoyo y proximidad procedente de más allá del Ebro. El golpe a la Ciudad Condal ha sido recibido por todos los bien nacidos de España como un nuevo atentado contra todos.

Barcelona no tiene miedo, es cierto. Pero algunos barceloneses sí lo tenemos. No es miedo al terrorismo o a los violentos -a ellos hay que combatirlos con todo el rigor, la fuerza y con el peso de la ley-, a lo que tenemos verdadero pavor no es a un hipotético enemigo exterior, sino a nosotros mismos. Bastaron estas 72 últimas horas para comprobar como, desgraciadamente, lo nuestro no tiene arreglo. Antoni Puigverd, oráculo del nacionalismo de baja intensidad, se recreaba este domingo (El mal espíritu​) en describir las supuestas ofensas que hispanófobos y catalanófobos se han dedicado recíprocamente en los últimos tiempos para justificar que esa batalla política impedía que, más allá de la solidaridad de manual, hubieran en España verdaderas muestras de fraternidad y emotividad con los catalanes en las reacciones sociales de las últimas horas. ¡Tal cual y sin cortarse un pelo lo explica el juntaletras ampurdanés!

Las palabras de Antoni Puigverd son partidarias, un relato sectario de diferencias bajo la coartada de dar uniformidad al discurso que divide España y una determinada Cataluña

Ni que decir tiene que reflexiones como la de Puigverd son unidireccionales en el propósito, partidarias en el análisis, abundan en un discurso político polarizado, en el relato sectario que muestra (o recrea, amplifica e inventa) las diferencias bajo el pretexto o la coartada intelectual de poner orden -y uniformidad- en el discurso políticamente correcto de cómo debe distinguirse lo supuestamente español de lo supuestamente catalán, como si de universos distintos se tratara. Al final, siempre presentan un subyacente común y un idéntico denominador: estamos antes dos pueblos diferentes y desde Madrid, como símbolo de España, se instrumentalizó la tragedia de uno de esos pueblos con finalidad política. El autor ha salido raudo a la palestra mediática para reconducir con rapidez el pensamiento nacionalista​. Su papel en el ejército indepe es logístico: que no le falten argumentos de combate dialéctico ante un hecho tan siniestro y que golpea las conciencias de todos como es un brutal atentado o cadena de acciones terroristas. Poco importa que esos pronunciamientos divisorios resultan profundamente nocivos ante el terrorismo, que detecta la falta de cohesión social entre progresistas y conservadores, entre nacionalistas y no nacionalistas, entre gente de bien y arribistas.

Vistas estas posiciones –supuestamente moderadas, según los evangelios nacionalistas–, ¿cómo no va a darnos miedo lo que hacen y preparan quienes están en líneas de radicalidad? Sí, debe decirse ya en voz alta, que algunos barceloneses tenemos miedo a que la suma de errores de los últimos tiempos nos arrastre hasta equivocar nuestro futuro. Las reacciones de muchos políticos y los usos tan poco fraternales de la información oficial que siguieron al atentado de Las Ramblas hacían presagiar lo peor. Ya verán -o leerán a partir de hoy-: acaba el luto y el respeto mínimo de tanatorio y arranca el trajín político: el muerto al hoyo y el vivo al bollo, que diría la sabiduría popular.

Barcelona como comunidad no tiene miedo, no debe tenerlo, pero sus ciudadanos debemos ser más cuidadosos que nunca. El riesgo que las sociedades occidentales afrontan ante la locura del islamismo violento y radical ya no es una especulación. Se trata de un fenómeno sobre el que cualquier ayuda es insuficiente, ante el que toda la cooperación -solidaria, fraternal o emotiva, tanto da- es bienvenida con independencia de su origen geográfico. Lo acontecido debe enseñarnos que, evitando y combatiendo todas las fobias, algún buenismo institucional debe erradicarse de los planteamientos políticos en materia de seguridad a la hora de poner rumbo al futuro. Lo sucedido debiera servir para rebajar planteamientos en cuestiones de carácter accesorio para centrarse en lo que de veras es sustantivo para la ciudadanía de Barcelona o de cualquier lugar del mundo occidental.

En ese escenario sorprendía leer ayer determinados comentarios -e insultos cruzados- en las redes sociales sobre la cuestión política catalano-española. Con los cadáveres todavía en la morgue resultaban de una imprudencia y falta de sensibilidad manifiesta. Pero había frente común de algunos prescriptores que procuraban rehacer el ánimo independentista, que como todos los demás ha vivido mejores momentos.

Agustí Colomines, el que fuera gurú de Artur Mas y director de la Fundación Catdem, seguirá en el cargo de responsable de la Escuela de Administración Pública porque el nacionalismo no anda sobrado de mamporreros intelectuales sobre los que construir su discurso

El director de la Escuela de Administración Pública de Cataluña, el profesor de historia Agustí Colomines, fue uno de los forofos dedicados a repartir estopa nacionalista a diestro y siniestro. Es el rey de la supervivencia: dirigió la Fundació Catdem y salió de rositas diciendo que no sabía de dónde manaba el dinero que entraba por la corrupción del 3% y que él debía administrar. Su verbo fácil y una actitud muy gallarda fueron suficientes para sacudir al líder del PSC (Miquel Iceta), a Societat Civil y a todos aquellos a los que les exigía -casi en tono conminatorio- una felicitación a los Mossos d’Esquadra por su profesional labor en las horas siguientes al atentado.

Colomines seguirá en el cargo porque el nacionalismo -pese a la profusión de medios- no anda sobrado de mamporreros intelectuales sobre los que descargar la construcción de su discurso, y el dinero de todos abarata la financiación de esas actividades cuando la corrupción se interrumpe. También seguirá porque atemoriza incluso a los suyos. Sus artículos son capaces de quebrar las piernas de algunos líderes políticos o de personas vinculadas a ellos, pero resulta hipersensible cuando alguien escribe sobre él. Siempre sospeché que Artur Mas le tenía más miedo que respeto profesional cuando lo convirtió en su gurú. Seguirá también porque poco importa que un alto cargo de la Generalitat haya intentado, erróneamente, poner en evidencia al líder de un grupo parlamentario de un partido de la oposición. Cuando les digo que esta Barcelona sí que da un poco de miedo, me refiero al todo vale al que nos están acostumbrando -determinado fin justifica los medios- por el sacrosanto proyecto soberanista. Lo que les acabo de narrar es otra muestra más de la locura de la especie.

El voluntariado desinteresado y humano que actuó el pasado jueves en Barcelona es lo mejor de esta ciudad. Su espíritu nos hizo grandes en 1992 y ahora aflora de manera espontánea

A los barceloneses debe darnos miedo que los acontecimientos siguientes puedan desdibujar a ese grupo de hombres que prestaron su ayuda desinteresada, que aguardaron pacientes y resignados en los monumentales atascos, que transportaron gratis en sus taxis a la ciudadanía, que colaboraron con donaciones urgentes de sangre... Perder a esos héroes es lo peor que podría pasarnos como comunidad. Ese voluntariado desinteresado y humano es lo mejor de esta ciudad. Ese espíritu nos hizo grandes en 1992 con los voluntarios olímpicos y de nuevo ha aflorado espontáneamente. El resto, los que ponen en evidencia su arrogancia, los que son incapaces de aguardar con respeto a que finalice el duelo de las víctimas, los que aprovechan cualquier signo para defender lo indefendible, los miserables que distinguen ante el dolor entre españoles y catalanes, esos deben darnos miedo.

Es conveniente señalar a esa chusma y ser conscientes de su existencia para evitar la actuación perversa y dañina con que nos obsequian. Pero todavía es más importante evitar a las nuevas generaciones el contagio de sus métodos y formas de proceder. Por eso, como sucedió tras el asesinato de Ernest Lluch, el próximo sábado Barcelona debe decir alto y claro que no tiene miedo, que no les tiene miedo, y los que queden fuera de esa manifestación demostrarán de qué calaña están hechos y qué escala moral emplean. La del próximo sábado en Barcelona es la manifestación más útil de cuantas tendrán lugar en Cataluña en el futuro inmediato.