Opinión

Un día grande para Cataluña

Un día grande para Cataluña

La multitud de personas que este domingo ha alzado la voz en Barcelona ha representado a esa amplia mayoría democrática que ha permanecido silenciada durante un tiempo excesivo. El nacionalismo que ha gobernado la comunidad autónoma ha tejido una trama clientelar que --a través de la escuela, los medios de comunicación, el uso del dinero público y el favoritismo-- ha dividido, hasta la fractura definitiva, a la sociedad a la que presuntamente servía.

Quienes durante años alertamos de esta situación hemos sido calificados de fachas, malos catalanes o, más sencillo, de traidores. Ni les cuento lo que eso supone a la hora de editar un medio de comunicación con esas posiciones críticas, algo que sólo superamos gracias a recibir cada día más favor y atención de la audiencia. Las condiciones de trabajo de nuestros periodistas en la Cataluña del independentismo gobernante son las peores de un régimen democrático --ninguneos, marginación, ostracismo y un brazo atado a la espalda para hacer frente a las dádivas de dinero público que recibe nuestra competencia--, aunque ni el Colegio de Periodistas de Cataluña se preocupe por ello --incluidos los ataques vandálicos-- y tengan que venir desde Reporteros sin Fronteras a denunciar la indigencia democrática y la presión desmesurada que aplica el nacionalismo sobre los informadores.

Las condiciones de trabajo de nuestros periodistas en la Cataluña del independentismo gobernante son las peores de un régimen democrático

Hasta ahora, los catalanes críticos hemos sufrido un discurso que divide entre ellos y nosotros o, como dijo el otro día Oriol Junqueras en una entrevista radiofónica, entre buenos y malos. Es obvio que él, justo después de invocar a Jesucristo, se situaba en el lado cojonudo y los que este domingo han salido a la calle eran los deleznables catalanes de segunda que justifican la violencia policial y nunca fueron demócratas por declinar el ejercicio del voto a su manera y semejanza.

Este domingo se ha acabado un silencio cómplice de décadas. Es una pequeña victoria. Ha sido necesario que unos catalanes nos llevaran a los otros hasta el límite de lo soportable, hasta el umbral de la paciencia, justo al acantilado por el que podría despeñarse la convivencia democrática. Pensaron que sus exiguas razones eran suficientes para tomar el control de toda una sociedad, que les asistía una especie de bíblica revelación (y en eso la iglesia catalana, como pasó con la vasca, tiene una responsabilidad que sólo la historia podrá facturarle) y que desde sus altares estaban envueltos en algo más que un trapo para cargarse todo el edificio de convivencia, paz y progreso logrado por España desde la salida del franquismo.

En Barcelona se han oído gritos a favor de la libertad, de Cataluña, de España y de la convivencia. No ha estado la alcaldesa Ada Colau y a Pablo Iglesias le han leído la cartilla en la estación de Sants. Nadie sabe dónde andaba el conspirador Jaume Roures y sus imágenes televisivas manipuladas y reuniones de revolución permanente. Que tome nota en cualquier caso el productor de Woody Allen de que ahora la comunidad internacional tiene una foto del conflicto diferente a la que él proyecta desde su empresa y gracias a sus contactos. Pero sí sabemos adónde han acudido más de un millón de personas, catalanes en su gran mayoría, hartos, hastiados, cansados y saturados de un nacionalismo empequeñecido, que nos roba la riqueza lingüística, el mestizaje, las empresas y el futuro económico. Un nacionalismo de derechas, travestido de izquierdas, que sin dinero público y recursos de todos jamás hubiera logrado convertirse en el pal de paller de la sociedad catalana. Un nacionalismo que, como proclamaba Manuel Fraga en sus tiempos, quería apoderarse de la calle.

Que tome nota Mariano Rajoy, pero no para afianzar su quietismo inquietante. Lo que se ha pedido en las calles de Barcelona era sensatez

Que tome nota Mariano Rajoy, pero no para afianzar su quietismo inquietante. Lo que se ha pedido en las calles de Barcelona era sensatez. Apunte en su cuaderno algunas de las ideas que ha puesto sobre la mesa un socialista como Josep Borrell --volviendo a demostrar que ha sido un político infrautilizado-- y que aplique la ley en defensa del Estado de Derecho y toda la política disponible para finiquitar esta barbaridad. El problema reside en el seno de la sociedad catalana por más que los secesionistas quieran plantearlo como un enfrentamiento entre Cataluña y el resto de España a partir del cual derrocar al gobernante del momento en Madrid. Que lo haga en el orden que corresponda y sin aceptar ningún chantaje, pero que contribuya de una vez a la solución, que es también su obligación y responsabilidad.

Los catalanes contrarios a la independencia hoy nos sentimos más libres. Somos muchos. Estamos acompañados y formamos parte de un mismo proyecto al que no queremos renunciar, aunque haya que reformarlo y llevarlo al taller para que se le haga una puesta a punto y un repaso de plancha y pintura. España no es Rajoy, pero Cataluña no es el bandolerismo parlamentario, ni la anarquía en la calle, ni el nacionalismo adoctrinador al que se ha referido Mario Vargas Llosa rememorando la Barcelona libre, cosmopolita y culturalmente avanzada de hace unas décadas. Hay mucho más y lo acabamos de ver.

Los catalanes contrarios a la independencia hoy nos sentimos más libres. Somos muchos. Estamos acompañados y formamos parte de un mismo proyecto al que no queremos renunciar

Si Carles Puigdemont persiste en su anuncio de declarar la independencia, no sólo soportará el peso de la ley sobre su figura, sino que tendrá a todos los catalanes y españoles que han ocupado las calles barcelonesas enfrente. Debe saberlo. Esta partida de póker que inició Artur Mas, el sucesor de Jordi Pujol y su sagrada familia [decía Manuel Vázquez Montalbán en 1998 que su estrategia era “ganar tiempo para que Cataluña exista cada vez más en Europa y cada vez menos en España”], tiene que acabar y abrir una nueva fase política para Cataluña. Se han roto excesivas costuras personales, sociales y económicas y ahora toca reconstruir una comunidad enferma. Unas nuevas elecciones autonómicas podrían contribuir a ello, aunque me temo que a los independentistas no les conviene ahora que se pongan las urnas que tanto reivindican. Este partido, por tanto, puede jugarse.

Este domingo ha sido para muchos, entre los que me cuento, un día grande para Cataluña. Se han empecinado en debatir el futuro de nuestra tierra en términos emocionales y lo han conseguido. En Barcelona, en sus calles, junto a sus gentes habitualmente silenciosas, hacendosas y respetuosas, algunos hemos recuperado el orgullo y la emoción de pertenencia a una comunidad que nos hurtaron con patrañas construidas sobre una mentira giratoria permanente. Lo decía Gregorio Morán el sábado en su debut en este medio digital y tenía toda la razón: punto y final al buenismo, incluso al buenismo cómplice.