El efecto de las últimas crisis en el tejido productivo: de la Gran Recesión a la Guerra de Ucrania
El efecto de las últimas crisis en el tejido productivo está todavía por cuantificar. Las empresas se han enfrentado a un enorme shock de oferta y demanda muy distinto al de la Gran Recesión. La Guerra de Ucrania podría desembocar en una desaceleración del crecimiento y en estanflación.
Apenas habían transcurrido una docena de años desde la explosión de la anterior crisis, cuando sobrevino una nueva y extraordinaria ruptura del orden económico y social. La primavera de 2020, conocida como La Gran Reclusión, seguramente quedará grabada en la memoria individual de muchos millones de personas y acaso deje su sello sobre formas de organización social y estilos de vida. Una crisis sanitaria que cabe calificar de “universal”, puso al descubierto una manifestación primordial de la moderna globalización: la de los virus.
Esta perturbación fue de naturaleza muy diferente a la de La Gran Recesión, si bien alguna de sus características ya estaba presente en la crisis financiera de 2008 y sus consecuencias. De igual modo, aquellos años pusieron de manifiesto las altas dosis de vulnerabilidad de los actores económicos, en la forma de pérdidas de renta, de ahorros o empleo. En el caso reciente, el coronavirus ha llevado, hasta un extremo de gran dramatismo, ese doble rasgo de lo incierto/vulnerable que desemboca en un tercer elemento muy visible en estos meses: la generalización del miedo. Sabemos que hemos entrado en aguas desconocidas, en donde habita un evidente peligro; pero también la oportunidad de un cambio.
En otros muchos aspectos, la crisis de 2020 no sólo es distinta de la anterior (La Gran Recesión), sino que tiene escasos precedentes. Entre las diferencias más reseñables, cabe señalar un enorme shock a la vez de oferta y demanda, no provocado por dinámicas internas de la propia economía, sino inducido desde fuera de ella que ha dejado notables desequilibrios macroeconómicos, pero al mismo tiempo inusualmente breve. Sin embargo, lo que más distingue a ese momento de todo lo vivido hace una década, es la actitud de los gobiernos y los bancos centrales. Frente a la actitud inerte, dubitativa y no pocas veces directamente perjudicial que mantuvieron por entonces, ahora la reacción ha sido rápida y vigorosa.
Sin embargo, el inicio de la invasión de Ucrania, el pasado 24 de febrero, ha añadido unos impactos económicos difíciles de cuantificar en estos momentos; tanto por el incierto efecto del tensionamiento de los mercados energéticos y de materias primas, como el impacto de otras medidas económicas que se vayan adoptando en el futuro si el conflicto continúa. Todo ello conducirá a la economía mundial, en el mejor de los casos, a un menor crecimiento y a una mayor inflación. Y, en el peor de lo casos, a una acusada desaceleración del crecimiento y el riesgo de estanflación.
Como es natural, el principal impacto económico de la guerra lo sufrirá Ucrania. Sin embargo, también es muy probable que las sanciones a Rusia generen una crisis financiera y una dura recesión en la economía rusa. A partir de ahí es difícil aventurar cuál será el impacto económico global de esta invasión. Dependerá de la duración del conflicto y de la respuesta que Rusia de a las sanciones de Occidente, sobre todo en términos energéticos.
Todos estos acontecimientos han surgido en pleno debate sobre cómo serán la sociedad, la economía o la política del futuro. Después de la Segunda Guerra Mundial, las élites económicas y políticas suscribieron un vigoroso contrato social dirigido a extender los mecanismos de cooperación y repartir equitativamente entre los diferentes actores sociales -trabajadores, empresas y estados- los beneficios de la prosperidad en los buenos tiempos y los riesgos y sus costes asociados, en los malos. Fue un modelo exitoso que, en gran medida, explica la virtuosa combinación de fuerte crecimiento económico, reducción de las desigualdades y democracia triunfante que estuvo vigente a lo largo de las décadas siguientes.
Sin embargo, en la década de 1970 se rompieron algunos elementos centrales del contrato social de la posguerra. En la visión que desde entonces se hizo cada vez más predominante, pocos márgenes quedaban para impugnar ideas como la de la eficiencia natural de los mercados desregulados, todo enmarcado en una omnipresente apelación al individualismo como vía para alcanzar la prosperidad.
Es indudable que hay muchos aspectos positivos en el actual modelo económico y la forma de vida de la mayoría de los países desarrollados, sobre todo los europeos: desde un alto nivel de renta per cápita a la pervivencia de unos Estados de Bienestar. Pero, por otra parte, a diferencia de lo que ocurría hace sólo tres lustros, ahora es ampliamente aceptado que el capitalismo contemporáneo presenta algunas disfunciones notables: empresas que atienden al único principio de maximizar el valor para sus accionistas; cortoplacismo; dimensión excesiva de las finanzas; desigualdad rampante; competencia seriamente debilitada; daño medioambiental; tendencia a la baja del crecimiento; gobiernos con las alas cortadas por los mercados de bonos. En resumen, un encaje cada vez más difícil entre economía y democracia.